Tres pilares para vivir la cuaresma 2011
Nota del editor: Reponemos este artículo sobre cuaresma publicado el año 2011. El mensaje del Papa para esta cuaresma nos habla de la carta de los colosenses:«Con Cristo sois sepultados en el Bautismo, con él también habéis resucitado» (cf. Col 2, 12). El Papa nos muestra el camino que queremos recorrer: vivir sepultados con Cristo para resucitar también con Él. Vivir en su corazón de Pastor, para saber enfrentar las dificultades y besar la cruz camino del Calvario. Dice Benedicto XVI:"Nuestro sumergirnos en la muerte y resurrección de Cristo mediante el sacramento del Bautismo, nos impulsa cada día a liberar nuestro corazón del peso de las cosas materiales, de un vínculo egoísta con la «tierra», que nos empobrece y nos impide estar disponibles y abiertos a Dios y al prójimo". La cuaresma es un tiempo liberador, un camino de sanación, un acercamiento al núcleo más profundo de nuestra fe. Es el tiempo para despojarnos de tantas ataduras y cadenas. Queremos, como hacemos cada año, profundizar en los tres pilares fundamentales que la Iglesia nos regala para vivir este tiempo de Cuaresma: La Limosna, la oración y el Ayuno. Frente a la tentación del poder, la Iglesia nos invita a cultivar la oración para crecer en la humildad y en la dependencia de Dios. Si nos creemos todopoderosos, no necesitaremos su gracia, nos sentiremos capaces de todo sin Él. La dependencia se convierte en el instrumento que Dios nos regala para ser de verdad niños ante Dios. Frente a la tentación del poseer, la Iglesia nos invita a la limosna. Se trata de dar, no lo que nos sobra, sino aquello en lo que descansamos. Por último, frente la tentación del placer, la Iglesia nos pide que seamos austeros y ayunemos...
| Padre Carlos Padilla Padre Carlos PadillaNota del editor: Reponemos este artículo sobre cuaresma publicado el año 2011.
El mensaje del Papa para esta cuaresma nos habla de la carta de los colosenses: «Con Cristo sois sepultados en el Bautismo, con él también habéis resucitado» (cf. Col 2, 12). El Papa nos muestra el camino que queremos recorrer: vivir sepultados con Cristo para resucitar también con Él. Vivir en su corazón de Pastor, para saber enfrentar las dificultades y besar la cruz camino del Calvario. Dice Benedicto XVI: "Nuestro sumergirnos en la muerte y resurrección de Cristo mediante el sacramento del Bautismo, nos impulsa cada día a liberar nuestro corazón del peso de las cosas materiales, de un vínculo egoísta con la «tierra», que nos empobrece y nos impide estar disponibles y abiertos a Dios y al prójimo". La cuaresma es un tiempo liberador, un camino de sanación, un acercamiento al núcleo más profundo de nuestra fe. Es el tiempo para despojarnos de tantas ataduras y cadenas.
Queremos, como hacemos cada año, profundizar en los tres pilares fundamentales que la Iglesia nos regala para vivir este tiempo de Cuaresma: La Limosna, la oración y el Ayuno. Frente a la tentación del poder, la Iglesia nos invita a cultivar la oración para crecer en la humildad y en la dependencia de Dios. Si nos creemos todopoderosos, no necesitaremos su gracia, nos sentiremos capaces de todo sin Él. La dependencia se convierte en el instrumento que Dios nos regala para ser de verdad niños ante Dios. Frente a la tentación del poseer, la Iglesia nos invita a la limosna. Se trata de dar, no lo que nos sobra, sino aquello en lo que descansamos. Por último, frente la tentación del placer, la Iglesia nos pide que seamos austeros y ayunemos. El ayuno es el arma que se nos regala para vencer la tentación que nos hace caer en el hedonismo, en la vida fácil, en la búsqueda constante del placer. Decía Benedicto XVI, al reflexionar sobre la Cuaresma: "Mediante las prácticas tradicionales del ayuno, la limosna y la oración, expresiones del compromiso de conversión, la Cuaresma educa a vivir de modo cada vez más radical el amor de Cristo". Voy a meditar sobre cada uno de estos pilares sobre los que construir este tiempo:
1. La Limosna: "Por tanto, cuando ayudes a los necesitados no lo publiques a los cuatro vientos, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles para que la gente los elogie. Os aseguro que con eso ya tienen su recompensa. Tú, por el contrario, cuando ayudes a los necesitados, no se lo cuentes ni siquiera a tu más íntimo amigo. Hazlo en secreto, y tu Padre, que ve lo que haces en secreto, te dará tu recompensa". La limosna es la ayuda a aquel que padece cerca de nosotros, es la misericordia hacia los que tienen hambre y buscan consuelo. Estamos inmersos en una terrible crisis económica. Muchos han perdido su trabajo y no encuentran salida. Otros tienen grandes dificultades para salir adelante y llegar a fin de mes. En esta situación tan difícil, sin embargo, el deseo de poseer, de tener cada vez más y de buscar continuamente las seguridades, aumenta. Dice Benedicto XVI: "En nuestro camino también nos encontramos ante la tentación del tener, de la avidez de dinero, que insidia el primado de Dios en nuestra vida. El afán de poseer provoca violencia, prevaricación y muerte". Así lo vivimos en este tiempo de tanta violencia en países de África. Países con muchos recursos y mucha hambre entre sus habitantes. Riqueza mal distribuida. Países donde reina el odio y la desesperación, la guerra y la muerte de inocentes. Es por eso que esta cuaresma nos invita a la generosidad con nuestros bienes, al desprendimiento, a tomar conciencia de la necesidad de tantos que viven con hambre cerca de nosotros. ¿Cuál es nuestra limosna en este tiempo, nuestra ayuda al más necesitado?
No sólo hablamos del hambre material, también, y cada vez con más frecuencia, hay más hambre espiritual junto a nosotros. Hay muchas personas que viven solas y abandonadas. La soledad, unida a la depresión, hace que muchos vivan sin esperanza, sin paz y sin deseos de seguir viviendo. Hay personas que no conocen el amor y tienen sed de Dios, sed de eternidad. El hambre de Dios, muchas veces no manifiesta, es un grito del mundo en que vivimos. Estamos llamados a dar aquello que Dios nos ha dado. Dios nos ama y el mundo no lo sabe porque no lo ha conocido a Él. No basta con repetirlo como una muletilla, es necesario que el hombre experimente el amor en su vida para entender que Dios lo ama. A Dios se le conoce en aquellos que aman y entregan su vida con humildad.
En ocasiones creemos que dar limosna se reduce sólo a dar algo de aquello que nos sobra, a entregar más dinero para los pobres en cada colecta, a dar algo para solucionar problemas reales que parecen no tener salida. Todo esto es fundamental, pero hay algo más: La limosna es el amor que tenemos que dar y que con frecuencia nos guardamos. Decía Máximo Confesor "El que, renunciando de corazón a las cosas de este mundo, se entrega a la práctica de la caridad con el prójimo, pronto se hace partícipe del amor y conocimientos divinos". Nuestro amor concreto en la necesidad del pobre, nos acerca a Dios y nos hace más semejantes a Cristo. Sin embargo, la ausencia de gestos de cariño, que no prodigamos por pudor o egoísmo, es lo que nos distancia de Dios, que es amor. Es el tiempo que malgastamos y no reservamos para aquellos que más requieren nuestra compañía y amor sincero, ése es nuestro tiempo peor invertido. Pidámosle a Dios que hoy nuestros propósitos de limosna pasen por preguntarnos: ¿Quiénes son aquellos que más necesitan nuestro amor? No es necesario ir lejos, basta con volver la mirada hacia el interior de nuestra familia, mirar nuestro círculo de amigos y conocidos. La caridad es el distintivo de la Cuaresma que se nos regala.
2. La Oración: "Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, a quienes les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para que la gente los vea. Os aseguro que con eso ya tienen su recompensa. Pero tú, cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora en secreto a tu Padre. Y tu Padre, que ve lo que haces en secreto, te dará tu recompensa. Y al orar no repitas palabras inútilmente, como hacen los paganos, que se imaginan que por su mucha palabrería Dios les hará más caso. No seáis como ellos, porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis aun antes de habérselo pedido". La oración tendría que ser lo central en nuestra vida de cristianos. Porque, sin un profundo apego a Dios, sin un vivir anclados en el corazón del Padre, nuestra vida se convierte en tierra árida y seca. No obstante, el verdadero cambio no tiene lugar hasta que la oración deja de ser una obligación y se convierte en una necesidad. Cuando Dios está presente constantemente en el alma nos vamos asemejando a Él en la fuerza del amor. Decía S. Agustín: "El hombre es lo que ama". Cuanto más vivimos en Dios, cuanto más amamos su rostro, más reflejaremos su luz. Nos dice Benedicto XVI: "La oración nos permite también adquirir una nueva concepción del tiempo: de hecho, sin la perspectiva de la eternidad y de la trascendencia, simplemente marca nuestros pasos hacia un horizonte que no tiene futuro". Cuando somos hombres de oración, por el contrario, somos capaces de elevarnos sobre la temporalidad de nuestra vida, sobre los problemas e inquietudes de cada momento. La perspectiva de la eternidad lo cambia todo, cambia nuestra mirada. Hace poco me tocó hablar con una persona enferma de cáncer. Me alegró ver su actitud para enfrentar una situación tan difícil. Miraba el presente con mucha libertad y sabía que la eternidad era su próximo destino. Me decía: "Ahora encuentro que tengo mucho más que aportar. Dios, a través de la enfermedad, me ha puesto en contacto con personas que viven su enfermedad sin esperanza. Cuando voy a las revisiones, puedo animar a otros a vivir su cruz con una sonrisa". Cuando vivimos la vida con esta conciencia de la muerte, todo cambia. Necesitamos el silencio para encontrarnos con Dios y que nos enseñe a vivir de verdad. Añade el Papa: "En la oración encontramos, en cambio, tiempo para Dios, para conocer que «sus palabras no pasarán» (cf. Mc 13, 31), para entrar en la íntima comunión con él que «nadie podrá quitarnos» (cf. Jn 16, 22) y que nos abre a la esperanza que no falla, a la vida eterna". Pero no consiste en aumentar el número y duración de nuestras prácticas religiosas. Va más allá. Hablamos de una oración de calidad. Importa más la calidad que el tiempo. Aunque es cierto que tenemos que invertir mucho tiempo para que haya momentos profundos de encuentro con Dios. Queremos vivir en Dios todo el día, a todas horas. Es el don que imploramos en esta Cuaresma: descansar en Aquel que nos da la vida verdadera.
La oración es un camino y tenemos que aprender a recorrerlo paso a paso. El otro día leía un texto que ilustra bien el sentido de nuestro vivir en Dios, la razón de nuestra oración: "La experiencia demuestra que, para orar bien, para llegar a ese estado de oración en el que Dios y el alma se comunican profundamente, es preciso que el corazón esté herido. Sólo a costa de una herida puede descender la oración al corazón y morar en él. Sin esta herida de amor, nuestra oración no será nunca más que un ejercicio espiritual. La herida hace de nosotros unos seres marcados por Dios para siempre, unos seres que no pueden tener otra vida que la vida de Dios en ellos. A fin de cuentas, la oración consiste sobre todo en mantener abierta esta herida de amor y evitar que se cierre". A veces creemos que rezamos para contentar a Dios, pensando que Él nos va a agradecer nuestra dedicación. Tal vez buscamos los momentos de oración para encontrar la paz que nos falta, para descansar por fin, para no pensar. Otras veces nos gustaría obtener frutos palpables en la oración, nos gustaría salir renovados o cargados de nuevos propósitos y buenas intenciones. Sin embargo, en el texto que hemos leído, vemos otra perspectiva de la oración: las heridas.
Y a nosotros no nos gustan las heridas. No queremos saber nada de nuestras heridas. Nos duele lo imperfecto y lo incompleto. Sabemos que estamos heridos y queremos vivir casi como si no nos doliera. Nos ponemos caretas para disimular el dolor. Nos presentamos ante Dios sanos y salvos, sin llagas, como pensando que a Él no le gustan nuestras heridas. Nos gustaría ver a un Jesús resucitado sin esas llagas que tanto dolor nos causan, sin la herida de la lanza en su costado abierto. Sin tener que tocar sus manos perforadas. Nos imaginamos a un Cristo salvador perfecto y ya sano. Esas heridas en Él nos resultan dolorosas. No porque pensemos que a Él le duelen. No, no es ése el motivo. Nos asusta pensar que nuestras heridas tienen que permanecer abiertas. Siempre creemos que las heridas, una vez limpias, es necesario que cierren para que cicatricen. No, no es el camino. Si cierran cerraremos la puerta por la que Cristo nos penetra. Si cierran nos esconderemos en nuestra torre de perfección y nos creeremos salvados antes de haber entregado nuestra debilidad. Las heridas nos hacen frágiles y no nos gusta la fragilidad.
Si la oración es el camino para que las heridas no lleguen a cerrarse, cambia la perspectiva. Si rezamos no para sanar, sino para que la herida supure, todo es diferente. Si lo hacemos así, podremos mostrarnos ante Dios tal y como somos, sin miedo por llegar llenos de barro, con nuestro pecado y nuestras caídas, con nuestra impureza y nuestra falta de amor. Dejaremos de pensar que Dios busca nuestra perfección, en realidad busca nuestras heridas abiertas y supurando. Sí, esas heridas que nos ha dejado la vida, esos tropiezos que no nos perdonamos, esas ofensas que no perdonamos a otros, esas injusticias que no acabamos de aceptar en el corazón. La oración es verdadera cuando nos presentamos ante Dios vestidos de nuestra pobreza, con el traje sucio de nuestra debilidad, con los gestos de nuestro orgullo herido. Sí, son nuestras heridas las que nos identifican, porque en ellas Cristo se hace fuerte. En Ellas entra con su gracia y nos libera de lo que nos ata. Nuestras heridas son bellas para Dios, como el cuerpo llagado de Cristo en las manos de María. María besó sus heridas como besa hoy las nuestras. Nos abraza sucios y llenos de sangre. Nos quiere en nuestra fealdad aparente. Es bella la sangre de Cristo muerto, su cabeza ensangrentada, su costado abierto, su cuerpo lacerado. Es bello aquello que el corazón humano suele despreciar con miedo. El concepto que tiene Dios de la belleza es sorprendente. Abraza a los leprosos, espera a los ensangrentados y acoge con corazón de madre a los que caminan desolados. Nuestras heridas le parecen bellas, las más bellas. Queremos entonces aprovechar esta cuaresma para aprender a rezar con nuestras heridas abiertas. Sin miedo, sin tapar nada, sin ocultar lo más auténtico que tenemos.
3. El Ayuno. "Cuando ayunéis, no pongáis el gesto compungido, como los hipócritas, que aparentan aflicción para que la gente vea que están ayunando. Os aseguro que con eso ya tienen su recompensa. Pero tú, cuando ayunes, lávate la cara y arréglate bien, para que la gente no advierta que estás ayunando. Solamente lo sabrá tu Padre, que está a solas contigo, y él te dará tu recompensa, riquezas en el cielo. (...) Porque donde esté tu riqueza, allí estará también tu corazón."Mt 6,2-19. Éste es el ayuno que necesita nuestra alma. El ayuno que nos libere de nuestros apegos. Y, sin embargo, muchas veces comprobamos que el mundo nos ata demasiado. Este año nos dice Benedicto XVI: "Haciendo más pobre nuestra mesa aprendemos a superar el egoísmo para vivir en la lógica del don y del amor; soportando la privación de alguna cosa -y no sólo de lo superfluo- aprendemos a apartar la mirada de nuestro «yo», para descubrir a Alguien a nuestro lado y reconocer a Dios en los rostros de tantos de nuestros hermanos". Nos rendimos ante las cosas de este mundo que son pasajeras y se pierden en el tiempo. Decía S. León Magno: "Nuestro ayuno ha de consistir mucho más en la privación de nuestros vicios que en la de los alimentos". Y nosotros, año tras año tendemos a lo mismo. Caemos en la tentación de otras veces: renunciamos al chocolate, a la coca-cola, al alcohol y con eso nos conformamos. Renunciamos a los pequeños caprichos de cada día y nos alegramos al pensar que perderemos esos cuantos kilos que nos sobran. Pensamos que el mayor sacrificio es no comer y privarnos de nuestros gustos principales. Y está bien, es cierto, es bueno que nos privemos de este tipo de cosas. En realidad es fantástico renunciar a cosas que son buenas en sí mismas. La privación de lo que hacemos con gusto nos educa, nos hace más libres y disciplinados, más abiertos a la gracia. No obstante, tenemos que mirar, rezar y ver con sinceridad dónde estamos apegados de forma desordenada, en qué aspectos de nuestra vida tenemos que ejercer con claridad la renuncia y el ayuno. Sólo así estaremos cortando el hilo o la cadena que no nos deja volar en libertad. Sólo así estaremos dejando que este tiempo sea un tiempo de conversión en nuestra vida.
Tenemos que ayunar alegremente de ciertas cosas para celebrar con gratitud otras actitudes. Queremos ayunar de juicios y críticas, para celebrar la belleza de Dios que se esconde en cada corazón; queremos ayunar de las tinieblas de la tristeza, para compartir con paz la alegría de vivir; queremos ayunar de la ira y la rabia, y celebrar cada día el abrazo que nos une a quienes amamos; queremos ayunar de preocupaciones que nos quitan la ilusión de vivir y la paz para afrontar el futuro, y celebrar con gozo que Dios conduce nuestra vida; queremos ayunar de prisas y agobios, de ruidos y gritos, y celebrar el silencio y la serenidad en las manos de María; queremos ayunar de buscar siempre las diferencias con los demás, y celebrar que hay tantas cosas que nos unen; queremos ayunar de rebeldías y desobediencias, y celebrar con docilidad la voluntad de nuestro Padre que nos quiere con locura. Ayunamos para celebrar, renunciamos para vivir en la abundancia que Cristo nos da.
Jacques Philippe, "Tiempo para Dios"